Yo andaba demasiado preocupada por mi preocupación, y no paraba de pensar que era una mala idea. Que yo no estaba bien y salir con una persona nueva (y no tan nueva) iba a ser para peor, que podía mejor cancelar y conformarme con esa otra salida vieja y cómoda que tenía al otro dia, sabiendo que cómodo y viejo, no son dos cualidades que uno quiera recordar al día siguiente.
Me pasó a buscar por casa a pesar de que el lugar al que íbamos quedaba a la vuelta de la suya, de camino me habló sobre otro lugar diferente y cuando le dije que no lo conocía hizo una maniobra rápida y cambió los planes sin preguntar. Me gusta que no pregunten. Llegamos y su picazón por la cantidad de gente en la lista de espera fué unánime con la mía. Finalmente nos sentamos en el otro bar, en la vieja y querida barra que te permite acercarte sin mucho titubear. Miradas incómodas, maniobras ansiosas y ojos perdidos se adueñaron de nosotros a la hora en que los mensajes de texto ya no nos socorrían. Yo no dejé ver que estaba hambrienta, y él dijo que no íbamos a comer, me pareció oler alguna intención que no estaba en mi plano. Después de algunas cervezas las miradas se fueron concentrando y nos abrimos hacia lo que estuviera por venir. Me contó de sus raíces, de su poca habilidad con las chicas cuando chico, me habló de Tailandia, de los lugares y las personas con las que había vivido y dejó ver algún que otro problema con la balanza por mambos viejos. Yo le hablé de lo mucho que me gustaba comer y lo que me costaba engordar, de mi abuela, de mi perro. De un momento a otro la cerveza nos aflojó la verguenza y ya estábamos riendo entre vaivenes del cuerpo que nos acercaban. Recuerdo que cuando se decidió por besarme, luego de encontrarse con mi boca se puso de pie y me pareció completamente natural, yo, sentada en la banqueta, rindiéndome, y el, siguiendo sus instintos.
Al rato el bar comenzaba sus tareas de cierre, y fue la oportunidad para irnos sin decir mucho. Una vez en el auto, sobre la esquina que separaba su camino del mío, preguntó si quería irme a casa o tomar algo en la suya. Lo miré y le pregunté qué era lo que él quería, un poco dejando ver mi intención, un poco buscando esa continua necesidad de rodearme sólo de personas que estén donde quieran estar.
Giró el volante sin titubear y llegamos a ese departamento que ya había pisado otras veces sin saber muy bien que hacía ahí. Pero esta vez, entramos por la cochera y todo cambió de sentido: la cochera es el lugar que las visitas no visitan, la entrada sin timbre, sin interrupciones, la parte privada, casi más privada que la casa.
Me ofreció vino para disfrazar el silencio pero no acepté, de hecho fui directo al balcón y tuve la necesidad de absorber esa nada, ese silencio propio de las madrugadas que trae paz cuando se lo sabe apreciar. Se sentó conmigo y así estuvimos un rato, hasta que no quisimos callar más...
El transpira mucho, de mucho, de agua por todos lados, y para mi sorpresa, no me molesta en lo absoluto. Pareciera que hay un lado del que se avergüenza fácil, un lado que aun no está en mi plano, pero voy descubriendo de qué viene. Me deja ver su debilidad, su espejo distorsionado, y yo intento repararlo todo en ese segundo de intimidad. Siempre es mas fácil abrazar los problemas del otro para tapar los propios. Le digo que es perfecto así como es, bromeo acerca de esos rollos inexistentes al borde de su cadera y entre risas le recuerdo que la comida es felicidad. Esta de acuerdo conmigo, se ríe conmigo.
Llegó la hora de dormir y mis fantasmas revoloteaban sobre la cama, me susurraban si estaba segura de quedarme, si quizás tendría que preguntar, o mejor: vestirme e irme. Salió del baño, se acostó a mi lado y yo que estaba de espalda roté para quedar cara a cara. Antes de que pudiera siquiera pensar me abrazó tan natural que hasta los fantasmas se fueron a descansar.
Al día siguiente yo trabajaba, y él tenía pedido Home Office ya que se iba de viaje a la tarde también por trabajo, pero para mi no cambiaba mucho porque ese fin de semana empezaban mis vacaciones. Sugirió la idea de que me quedara y algo sonrió dentro de mi.
Cuando propuso ir a desayunar a Mc Donalds le dije que hace mil años que no lo hacia, y que tenía fuertes probabilidades de ser lo mejor de este 2017, chiste que repetimos toda la noche sin cansarnos, y que de momento en un chamuyo gracioso, dejó escapar que haberme conocido habia sido lo mejor de su 2016. Reímos ante la ridiculez, pero tengo que aceptar que sonaba lindo.
Saco el auto para ir a tomar el desayuno, y cuando entramos el aire acondicionado estaba a pleno. No eran en verdad mil años de haber desayunado en Mc Donalds, eran mil años de hacerlo con alguien que me abrazara como hizo él cuando el aire me puso la piel de gallina.
Volvamos a casa, desayunamos y después te llevo, dijo. No estoy acostumbrada a andar en auto, pero siempre siento que es una molestia para el otro, y honestamente, sacar el auto dos veces en media hora, no pareció molestarle en absoluto.
De camino a casa, me besó en un semáforo, algo sonrió una vez más en mí.
Ese mismo día por la tarde me preguntó si sobrevivía, me contó que estaba muerto, ansioso, yéndose. Hoy día sigo recibiendo sus mensajes, me pide que lleve un vino para cuando nos volvamos a encontrar, que es como en marzo, que falta mucho.
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