Llegué a Mendoza un domingo a las 9 am, era la primera vez que pisaba suelo desconocido, y llovía desde hacía varios días. Con el peso de la mochila que todavía no había experimentado lo suficiente, patié para conseguir techo y cama. Entre el calor de caminar, y la humedad de la lluvia, no sabía si sacarme la campera y arriesgarme al resfrío, o dejarla y seguir sofocándome lo que durara la caminata. En medio de las sensaciones encontré un lindo hostel con 8 camas cuchetas en la misma habitación.
Largué la mochi, dejé la campera, miré la lluvia, y me di cuenta:
qué importa si llueve, si estoy donde quiero estar.
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