Una de las cosas más emocionantes era meterse entre los cerros, recorrer las huellas que el agua dejó alguna vez y ver qué tan hondo llegábamos. De a momentos las filosas paredes tapaban el sol, o algún escalón semi-imposible nos ofrecía pensarlo dos veces. Y luego llegaba la mejor parte: después de largos ratos de caminata siempre había un final, una pared -ahora sí- inalcanzable se erguía al final del sendero. Una pared que nos dejaba con la felicidad de quien llega a la recta final, y la incertidumbre de qué se podría encontrar más allá.
Una pared que nos recordaba
que no somos dueños del mundo.
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