Tal cual enuncié la última vez, basta de sufrimiento para los dos. Con pequeños trucos, logramos estar en paz. Le compré un hueso, esos de cuero, y me aconsejaron que se lo dejara cuando me voy, para que tome mi ausencia como su momento de disfrute, y agarró viaje. Sigo aprendiendo de él, sigo entendiendo cada día mas lo que es nacer en la calle, a merced del universo. El primer día del hueso, llegué, y busqué qué había roto, porque se escondió muy avergonzado. Resulta que se había comido la mitad, y pensó que se había mandado la macana del siglo. La compasión me invadió, pero le dí lugar a la empatía, y entendí que ni siquiera sabe lo que es jugar, mordisquear sus juguetes. Nos abrazamos largo rato, se hincharon las ventanas de amor. Como premio fuimos a la plaza, y descubrimos, para alegría de ambos, que hay un grupo de perros con dueño sin correa que se juntan a potrear, a morderse las orejas, y disfrutar la buena vida. Ahí nomás le imprimí confianza y lo solté. Jugó como niño pequeño, los otros perros lo integraron al toque y yo no podía más de felicidad.
Hoy fuimos al vete por primera vez, hubo pinchazos y mucha garra. Después, a la plazita un rato. Estaba Alma, una de sus amigas sin correa, Willie se sumó a la libertad, y respondió todas las veces que lo llamé, respondió a este infinito amor.
Ya no hay más destrozos, ya no más Willie escondido abajo de la mesa cuando llego a casa.
Ya no más vida vieja, ahora somos un equipo, somos familia.
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